Eran las 9 de la noche en aquel bar o como lo llamaban allí, saloon, en ese joven pueblo de Arizona. Las casas apenas llevaban 15 años construidas, más o menos el mismo tiempo que hacía que había terminado la guerra. La mayoría de habitantes eran granjeros y mineros que al fin de la guerra y la adhesión del territorio a la Unión, fueron al oeste en busca de trabajo en la mina y explotación ganadera.
El viejo Frémont, ahí estaba, sentado en una mesa junto a otros 3 mineros jugando a un juego parecido al póker actual. Lo aprendió en su juventud, cuando vivía en Nueva Orleans, antes de emigrar al oeste, y ahora era el juego de moda en muchas zonas del país, sobre todo en el sur.
Estaban borrachos. La verdad es que Frémont era alcohólico. Tenía demasiada edad para trabajar en la mina, y había amasado la riqueza suficiente con el oro durante el tiempo en la mina para disfrutar de una suficiente “jubilación”, pero desde hacía un año se pasaba las noches hasta tarde en el saloon, bien jugando a las cartas, bien con la compañía de alguna de las prostitutas que vivían en el piso de arriba, o borracho hasta caerse. Su mujer se quedó en Nueva Orleans, y Frémont ya no la echaba de menos, también porque sabía con seguridad que ella le era infiel a él también.
– ¿Cómo que cuatro jotas? –dijo Frémont con esa voz ronca de garganta seca por años fumando y quemada por el alcohol.
– Pues eso, cuatro jotas.
– Yo antes me he descartado de una jota, ¡No puedes tener cuatro jotas!
– Yo no hago trampas Frémont
– Te digo que me he descartado de una jota ¡No puede haber cinco jotas en la baraja!
– Pues eso digo yo, ¡no puedes haberte descartado de una jota, cuando solo hay cuatro en la baraja!
– ¡Bueno haya paz! – dijo un tercer jugador
– ¡Ha hecho trampa! ¡No puede tener 4 jotas!
– ¡Estás borracho! – dijo el que había ganado la mano.- ¡No soy un tramposo, viejo borracho! Si el viejo este está tan borracho que no sabe ni las cartas que juega que no juegue, me niego a seguir así.
– ¿Quieres mi dinero eh? – Dijo Frémont. Por un momento dudó si liarse a hostias, o dejarlo pasar, al fin y al cabo, estaba borracho, y tampoco estaba muy seguro ya de si era una jota lo que había tirado, o una K o una Q. Decidió no armar bronca– ¡¡Tómaloo!! Y no vuelvas a jugar a esta mesa.
El hombre cogió el dinero que había jugado y se fue de la mesa. Había hecho trampa y salió bien la jugada. Frémont y los otros 2 allí permanecieron, pero no continuaron la partida. Siguieron bebiendo.
Frémont, estaba cabreado. No podía quitarse de la cabeza que el tio que había en la barra metiendo mano a una de sus prostitutas preferidas, se la fuera a joder con su dinero. Los otros dos de la mesa hablaban con Frémont, pero él no les escuchaba. Miraba fijamente al tramposo. Se terminó el vaso. Se levantó y sin apartar la mirada del tramposo se acercó a él mientras sacó su revólver. Apuntó a su cabeza y disparó, sin apenas dar tiempo a asimilar al otro que tenía una pistola en su frente.
Se acabó la partida.